Quien escribe estas líneas nació en el siglo XX. Al ser un joven politólogo que iniciaba su carrera dentro de la vida académica mexicana, fui formado y viví en el marco de una realidad política bipolar, de ¨Guerra Fría¨, caracterizada por una carrera armamentista y procesos de hegemonía por parte de las dos superpotencias, EUA y la URSS, en donde las naciones «no alineadas» y tercermundistas se veían presionadas o intervenidas constantemente para que se adhirieran a uno de los bandos. Por ello, 1989, el Anno Miriabilis, como lo denominaría Ralph Dahrendorf,[i] marca el final efectivo del siglo pasado y el inicio anticipado del actual.
En ese contexto, la expectativa de ¨los buenos¨ que vivíamos anclados en las universidades estatales (que se remitían a la idea de una izquierda socialista / comunista que tenía por destino histórico indiscutible ganar esa lucha en América Latina), terminó por irse a pique. Ni la adhesión a las experiencias cubana o nicaragüense fueron un valladar suficiente para ver cómo en 1989 (si bien ya había antecedentes desde inicios en esa década con la emergencia del movimiento Solidaridad en Polonia con Lech Walesa) el infalible mundo de la Cortina de Hierro caía en forma estrepitosa en la ciudad de Berlín, gracias a la movilización y resurgimiento de la sociedad civil en esas latitudes. Me consta que más de uno lloró de rabia y desconcierto cuando los «traidores» alemanes del Este derribaban el muro y corrían desaforados para abrazarse con sus vecinos del lado occidental. Años de pugnas estériles entre estalinistas, maoístas, trotskistas y demás ramas del marxismo parecían no tener otra explicación de que la caída se debía a la «infiltración de la contrarrevolución burguesa», pero en poco tiempo verían el retorno a la normalidad, gracias a la acción de los soviéticos o de los chinos. Nada de eso ocurrió. Dicho mundo tiene entonces como héroe sustantivo pero involuntario a Mijaíl Gorbachov, quien impulsó la acción dual de la perestroika y la glasnost en el marco del declinante poder militar soviético. Nada sabe para quien trabaja.
En cambio, todos mostraban admiración a Vaclav Havel y la ¨revolución de terciopelo¨ que se produjo en la hoy extinta Checoslovaquia. En el marco del estudio de dicha realidad mundial se abre así el ciclo de la llamada ¨tercera ola¨ (Samuel Huntington) en materia de las transiciones y las caídas de los sistemas autoritarios (Guillermo O´Donnell); del ¨fin de la historia¨ (Francis Fukuyama), así como la emergencia de la victoria moral de la democracia liberal y la economía de mercado. América Latina comienza entonces a confrontar el eclipse de sus regímenes militares y autoritarios, pese a las reticencias de los liderazgos políticos del momento. Al mismo tiempo se presenta el proceso de las ideas neoliberales y privatizadoras que impulsan acotar al Estado de bienestar, cuya impronta de corrupción burocrática no daba paliativo alguno a la pauperización y el desarrollo de tasas decrecientes de ganancia. Sin embargo, ello no cambió sino sólo aceleró las prácticas de dumping laboral a las que se verán sometidas las empresas y los gobiernos de los países que pretendían ajustar sus deudas, junto con la conservación de sus espacios en el marco de la naciente economía global.
Con la caída del muro se dio la consolidación de un pensamiento postmoderno cuya característica esencial era buscar el «aligeramiento» de los compromisos y obligaciones morales con la vida pública. El avance del individualismo y el nomadismo a través del desarrollo y nacimiento de los espacios virtuales como el internet, el correo electrónico o la independencia absoluta de la casa o de la oficina gracias a la existencia del celular o la laptop, ofrecía así el complemento cultural idóneo para declarar la victoria y superioridad del naciente capitalismo global respecto al ineficaz estatismo burocrático de los países comunistas, si bien esa caída no llegó a cubrir a la totalidad de dichos países, quedando vigentes naciones como China, Cuba, Corea del Norte o la Rusia autoritaria que surgió después de la separación y reacomodo del espacio soviético, volviéndose así en los nuevos enemigos de la democracia, junto con el mundo terrorista y ultra-religioso islámico que surgió de procesos como Afganistán, Irak y 11-S-2001. Adversarios del progreso junto con los países de la migración económica procedente del Sur africano y latinoamericano que han hecho surgir a las nuevas xenofobias del presente siglo.
México se vio atrapado en esa vorágine de cambios, desempeñando un papel nada menor, por cuanto en nuestro país se presentaron situaciones con notoria influencia para dicho acontecer de cambio mundial. El fracaso del auge petrolero y el dispendio corruptor que le acompañó, hicieron que de forma dramática se colapsara el consenso histórico y operacional de un régimen autoritario de largo trazo como el que privó durante siete décadas, hasta llegar a la tan ansiada alternancia política en el año 2000. El surgimiento del zapatismo y que desde México se iniciaran algunas de las crisis financieras más severas como las asociadas con el «efecto Tequila» -por sólo citar la más célebre de ellas-, nos hacen ver que la intensidad con que esos cambios se desarrollaron fueron una prueba muy interesante en el marco de la política y la economía internacional. Justamente en este año 2014 se conmemoran dos décadas de que inició la integración comercial de México con los Estados Unidos y Canadá. Muy poco de las promesas para avalar ese proceso se han cumplido, y muy por el contrario, en este mismo momento se ha terminado por dar el golpe de gracia a los restos que quedaban del viejo modelo nacionalista con que los revolucionarios del siglo XX trataron de crear un país soberano. Hoy, paradójicamente, los herederos formales del oficialismo priísta han sido los promotores del cierre de dicho discurso y ciclo histórico.
El mundo de la globalización contiene pandemias de salud pública cada vez más significativas, desde el SIDA hasta el ébola; también nos muestra el rostro de los desórdenes climáticos y la alarmante escasez de los recursos hídricos; da prueba de la impresionante concentración de la producción alimentaria en unas cuantas naciones y como ello significa una brecha que se abre cada vez más entre las regiones del orbe. Y al mismo tiempo, resulta impresionante que muchos de estos desequilibrios sigan siendo justificados bajo las argucias de los diferendos étnicos, religiosos y culturales, que en lugar de defender las libertades y los derechos humanos, persisten obcecadamente en mantener la discriminación, la ignorancia y la falta de oportunidades equitativas entre mujeres y hombres, entre las muchas aberraciones que se pueden testimoniar con sorpresa en este siglo XXI. Si bien se puede decir que hay una victoria normativa de la idea democrática, aún distamos de constatar sus efectos en nuestras vidas y sociedades.
Sin duda, el conocimiento y la tecnología con que disponemos nos hacen pensar con cierta esperanza que la Humanidad evoluciona y puede llegar a tomar acciones plausibles que puedan dar curso y control a muchos de los problemas existentes. Pero también resulta claro que la intensidad de los conflictos son indicativos de que se necesita una revolución ética y conceptual que nos permita ver el futuro más allá de simples negociaciones o redistribuciones de recursos, en tanto que debemos visualizar cómo vamos a sostener ritmos de crecimiento tan desordenados y anárquicos como los que rigen a la actual era del capitalismo y su voracidad financiera.
Podría decirse que ello escapa a las capacidades e intereses de corto plazo con que el mundo actual se mueve, pero resulta imperativo colocarnos en esa línea de reflexión, por cuanto la fragilidad de nuestras certezas y desconfianza respecto de los discursos ideológicos son cada vez más notorias debido a la ausencia de autoridades y de gobiernos eficaces. Ante los crímenes, violencia y abusos que se observan cada vez frecuentes alrededor nuestro, resulta necesario asumir que la defensa de los factores asociados con la existencia humana obliga a tomar acciones que aún estamos a tiempo de desplegar sobre bases de participación y compromiso democráticos.
De no ser así, el regreso de los «tiempos oscuros» que cada una de nuestras generaciones ha tenido que confrontar para evadir al colapso de nuestra civilización, enfrentará un momento definitivo, muy difícil de superar sin tener que pagar un alto costo—si es que logramos hacerlo. Por fortuna, eventos como la «primavera árabe», la lucha de los «indignados», o la de los civilizados habitantes de la pequeña Islandia, quienes fueron capaces de llamar a cuentas a sus defraudadores y los gobernantes que les habían solapado, muestran la conciencia crítica de lectores y actores que observan y denuncian los abusos del poder a través de las redes sociales. Ello nos habla del vigor y fuerza con que la gente puede resistir y recrearse a sí misma gracias al valor de la idea de la democracia. Es muy probable entonces que, a 25 años de ese momento que sorprendió e incluso maravilló a mi generación, hoy resulte clara la exigencia de derribar nuevos muros para cumplir con la expectativa de tener un mundo con igualdad, libertades y justicia. De eso se trata el «principio esperanza» con que alguna vez Ernst Bloch[ii] visualizó el alcance de las utopías del progreso y el avance de la Humanidad.
[i] De Dahrendorf, Premio Principe de Asturias 2007, véanse Reflexiones sobre la revolución en Europa (Barcelona, Emecé, 1991) y El recomienzo de la Historia. De la caída del muro a la guerra en Irak (Buenos Aires, Katz, 2006).
[ii] El Principio Esperanza (Madrid, Trotta, 2004-2007, 3 vols.).